12 de marzo de 2009

MARTA Y MARÍA


Marta enjugó las lágrimas a María y trató de arroparla con una manta de lana. Sus pies estaban helados y hacía muchos días que no comía. Las canas ponían ya un brochazo blanco sobre su rostro pálido y arrugado. ¡Si ella hubiera podido llevarla lejos de aquel lugar, a un sitio menos oscuro, en donde pudieran vivir libremente! Afuera de la choza, la tierra se extendía llana y vacía; la última gota de Sol pendía de un olivo solitario, amenazado siempre por un golpe de lluvia. Marta encendió una lámpara de aceite, se envolvió en una frazada y trató de reposar al pie de su hermana. Los sollozos de María se habían tornado mecánicos, casi no le dolían. De vez en cuando un silencio insondable llenaba su boca y sus miembros empezaban a temblar agitados por una brisa fina y mortal. Entonces Marta la sacudía igual que a un saco de nueces y sus huesos sonaban hasta que, imperceptiblemente, como a través de un tubo de nervios y de sangre helada, volvía el llanto a su garganta y la inundaba de lágrimas calientes. Marta se sentía fuerte por esto; el llanto perenne de su hermana era su mayor consuelo; a su lado se creía llena de un poder humano que, a su vez, la misma María daba oportunidad para ejercitarse. ¡Qué hubiera sido de la triste y débil María sin la ayuda leal, siempre solícita de Marta! Una sola cosa le dolía a ésta: el amor de María por Lázaro. Lázaro, sin embargo, había muerto hacía mucho tiempo y su triste hermana no cesaba de llorarlo. Pero ahora que las dos yacían en la miseria, ahora que las dos se habían visto precisadas a vivir como animales, ocultas en una guarida sucia y maloliente; ahora que los días giraban a su alrededor sin traerles ni una sola punta de claridad, ahora que todo les era indiferente porque ya no esperaban nada, el llanto de María tampoco significaba nada. Marta estaba convencida que la única novedad entre ellas sería la muerte.



La lámpara empezó a vacilar. María lloraba a su lado con la misma naturalidad con que ella respiraba. A través del boquete de la choza, el páramo permanecía en su tiniebla habitual. Ni un solo rumor, ni un dedo de luz; el aire existía apenas en un hilo de respiración fría y quebradiza. Hacía ya varios meses que vivían así. Sólo la muerte de María podría liberar a Marta de aquella covacha inmunda. ¿Y acaso no sabía ella cuál era la causa de su pena? ¿Debía resignarse a esperar que la muerte pudriera el rostro de su hermana en ese mismo lecho en el que ahora lloraba sin descanso? ¿Acaso no tenía allí a Lázaro, oculto en un rincón, como un monstruo repugnante con los ojos en hueco y la nariz comida por el cáncer? ¿Acaso no podría ella levarlo ante los ojos de María para que recordase, con mayor agudeza, que Lázaro había sido hermoso, jovial, rubio y alegre como un riachuelo, antes que aquel hombre moreno le resucitase? Marta decidió acelerar el fin de aquella existencia innecesaria. Ella también había aprendido a amar a la muerte, desde que Lázaro fue arrancado de su sepulcro contra su voluntad. Necesitaba morirse cuanto antes: estaba cansada de esperar, cuando los lamentos de María lo único que hacían era recordarle que ella era la más fuerte y que era inútil resistirse a la vida.


Decidió trasladar a Lázaro muy cerca de su hermana, de modo que su aliento fétido y su cara carcomida estuvieran siempre a su alcance. Así lo hizo. Lázaro, sin embargo, se apartó de María y se arrastró hasta la ventana, con la cabeza doblada. Allí apoyó el rostro contra el alféizar y se quedó mirando la nieve con sus ojos acuchillados, su cuello verdoso, sus labios entreabiertos y llenos de pequeños gusanos amarillos. María trató de incorporarse hacia él, pero cayó en el lecho presa de un silencio mortal. Marta no pudo menos que reconocer el dolor incurable de María. Lázaro había sido para ellas la felicidad. Aún le parecía verlo, risueño como un niño, cantando y labrando, él mismo, el campo de una inmensa propiedad que les pertenecía desde la muerte de sus padres. Lázaro construyó allí una casa sólida, rodeada de árboles y flores, sin lujo, pero llena de Sol y de música. Porque Lázaro tocaba el arpa y gustaba de cantar después de las comidas. Marta y María lo habían amado por todo esto, y él no había mostrado jamás preferencia por ninguna. Marta recordaba claramente que cuando su hermano repartía la merienda o dividía los sembríos de trigo, lo hacía con una justicia admirable. Igualmente si alguna vez regalaba unas guedejas o un traje a María, al día siguiente llevaba un presente igual para ella. Muchas veces habían paseado juntos, montados en tres borriquitos dulces y mansurrones. Al fin de la jornada, Lázaro estrechaba, entre sus brazos, un caprichoso ramo de flores. El aroma de la tierra, la claridad caliente y vaporosa de las noches, el ruido del viento en el interior de las hojas y de los frutos, la frescura de la yerba sobre la tierra, todo era para Lázaro objeto de adoración. Marta y María no pudieron dar crédito a sus ojos cuando una tarde, por entre el jardín oscuro, debajo de un durazno cargado de frutos, apareció un hombre de barba con el cadáver de Lázaro entre los brazos. Las dos hermanas asistieron al entierro transformadas en dos estatuas de piedra. La imagen muerta de Lázaro era demasiado dolor, pesaba demasiado sobre sus ojos para que el llanto acudiera. Nada ni nadie podría ahogar ese cariño dulce y profundo que él les había ofrecido como un raudal inagotable. María se tornó fría y taciturna, pero Marta hizo lo posible por distraerla con su constante solicitud. Por el bien de María tuvieron que abandonar aquellos lugares cargados de nostalgia, de los que las flores y la música también habían huido para siempre. Todo lo habría borrado el tiempo si la marcha hacia la eternidad, iniciada por Lázaro, no hubiera sido impunemente detenida.


Más horrible aún que su muerte fue para las dos tristes hermanas la resurrección de Lázaro. Aquello fue peor que una segunda muerte. Nunca más les fue posible reposar sobre el recuerdo de aquel hermano muerto un día de primavera. Ahora lo habían perdido para siempre. Ya no podrían evocarlo en ninguna parte, en su campo de trigo, al pie del arpa familiar, cantando junto al arroyo o devorando, con una salud incontenible, las rebosantes fuentes de asado. Lázaro ya no estaría más en sus corazones ni en su memoria, y tampoco podría ser ese monstruo repugnante que tenían ante sí. Alguien les había robado, de un modo infinitamente cruel, aquel ser a quien tanto adoraban. Su imagen no estaba ya en ninguna parte del Universo. El desconsuelo era más vasto que la eternidad, más inmenso que la muerte. Era la pérdida absoluta, la abolición de todas las potencias humanas y divinas por obra de una fuerza indescifrable. María no pudo soportar tan tremendo golpe. Su llanto sería, en adelante, tan infinito como la desaparición de Lázaro; su llanto no terminaría nunca, puesto que ésta sería la única manera de retener a su hermano, transformado en un chorro de lágrimas. Por esto, María no deseaba morir, ¿por qué había de quererlo, cuando ello tampoco la acercaría a la imagen amada? Lázaro había sido borrado de la faz del Universo, y nadie ni nada podría recordarlo, ahora que no era ya ni el muchacho alegre del recuerdo, ni tampoco esa horrible criatura que se arrastraba por el suelo, al pie de la ventana.


Marta descubrió la cara podrida de Lázaro, envuelta en una manta, y se la mostró a María. Pero los ojos helados de su hermana habían cesado de mirar. Su rostro amarillo y arrugado caía hacia un lado, entre los cenicientos mechones, y de las comisuras de sus labios resbalaba un hilo de saliva. Marta sintió un escalofrío de dicha: todo había terminado. Lázaro erraría solitario en alguna parte, fuera del Universo, y María acababa de morir. Sólo le restaba encontrar a ella el supremo reposo. Por fin podría entregarse a la inmensa muerte con la conciencia limpia. Hasta el último momento había velado por su hermana; nada podría reprochársele. Es verdad que ella había acelerado su fin, pero todo lo había hecho por la misma paz de su hermana, ¿acaso no se la había imaginado con terror, llorando igual que Lázaro, ni viva ni muerta, más allá del universo? Gracias a ella, María había sido salvada de la oscuridad total.


Marta abrió la puerta de la choza y observó el páramo helado. En unas cuantas horas su cuerpo flácido y cansado caería bajo la nieve, sin el menor esfuerzo de su parte. Ella no tendría que mover un dedo, el viento del Señor lo haría todo. Dejó abierta la puerta de la choza y se sentó a esperar en una silla de paja. A través de los troncos resecos, por entre las dunas nevadas como lenguas de sal, Marta vio avanzar hacia ella una niebla densa y oscura. Hasta sus oídos llegaban aún los quejidos distantes de María y el arpa de Lázaro, pero muy pronto dejaría de escucharlos. La nieve empezaba a cerrarse a su alrededor con lentitud; una lluvia blanca caía sobre su rostro y el viento agitaba la base de sus huesos con un ruido seco y vacío. Marta creyó ver en el dintel nevado de la puerta un reflejo divino. Sus ojos empezaron a cerrarse pesadamente, sus manos cayeron a los lados como tocadas por un alfiler de hielo. Sólo le restaba abandonar a esa onda de sosiego que ascendía en torno suyo. Sus ojos, aún entreabiertos, se hallaban rodeados de una película fría y transparente. Aquello, sin duda, era la muerte. Nunca se imaginó que llegaría con tanta dulzura. Se arrepintió de haber esperado tanto. Ahora Lázaro y María le agradecerían cuanto había hecho por ellos sobre la Tierra. Y aunque Lázaro vagara eternamente solitario, aunque ya no estuviera en ningún lugar del Universo, tendría que agradecerle este abandono piadoso, esta soledad absoluta que ahora le brindaba como un bálsamo para sus grandes e incurables heridas. En adelante, él estaría libre, no tendría la vergüenza insoportable de no pertenecer ni a la vida ni a la muerte y de errar bajo la bóveda sombría, entre la nube y el polvo, alumbrado por la misma antorcha miserable. En realidad todo había sido perfecto, su muerte coronaría ahora tanta amarga experiencia. Marta dio un último respiro de felicidad y se inclinó en la silla con el rostro transfigurado. Sin embargo, por entre la niebla, casi en el mismo instante en que alcanzaba su libertad, alcanzó a escuchar, por primera y última vez, una sola palabra en los labios podridos de Lázaro: ¡María!


De El Correo de Ultramar, 4 (1947)

Jorge Eduardo Eielson


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